Juan Pablo II impartió la «catequesis más larga de la historia» en 129 sesiones durante 5 años, hablando sobre el hombre, la mujer, el cuerpo, el amor, la relación entre ellos y con Dios (de ahí lo de «teología» del cuerpo). Proyecto Amor Conyugal se construye sobre esta catequesis, aplicándola de manera muy práctica para vivir el matrimonio cristiano según el plan de Dios.
Icthys es un canal de Youtube en el que se recopilan muchas explicaciones sobre doctrina cristiana, incluyendo una lista sobre la teología del cuerpo:
En este otro podcast «Me lo explicó el Amor» también hay muchos programas sobre la Teología del Cuerpo.
Recopilo aquí algunos términos frecuentes que aparecen en esta catequesis y que son importantes para su comprensión:
Concupiscencia. Deseo desordenado que aparece en el corazón humano tras el pecado original. Se habla de una triple concupiscencia: concupiscencia de la carne (ligada a nuestro cuerpo), concupiscencia de los ojos (ligada a nuestra mente) y soberbia de la vida (apego de nuestro espíritu a la vida mundana). La concupiscencia, especialmente la corporal, es un desafío para la persona porque amenaza nuestra capacidad estructural de autoposesión y autodominio. La concupiscencia surge y se desarrolla en el corazón humano a la vez que el pudor. En Psicología desear es querer saciarnos con algo que nos falta, pero en Teología es habernos alejado de la sencillez y plenitud de algo que ya poseíamos estando junto a Dios (como el valor del cuerpo humano, hombre y mujer) pero que ahora, estando «en el mundo», apartados de Dios, ya no poseemos.
Cuerpo. El hombre es cuerpo y alma. Antes del pecado original el cuerpo estaba sometido, con sencillez y naturalidad, al alma y esta al Espíritu Santo. Y el cuerpo tenía un gran valor porque servía para la unión, la comunión entre personas a través de la sexualidad. Después, todo cambió y el ser humano ahora debe estar en constante conquista, frente a la resistencia de su propio cuerpo, de su capacidad de autoposesión.
Experiencia originaria. Aquella experiencia que vivía el ser humano en su «prehistoria teológica», antes del pecado original, y que hoy día, en nuestra «historia teológica», sigue en la raíz de nuestra vida cotidiana. Según S. Juan Pablo II las experiencias originarias son tres: la soledad, la unidad y la inocencia originarias.
Inocencia originaria. Conciencia tranquila o desnudez espiritual porque todo lo que soy y todo lo que tengo es pura gracia de Dios. El ser humano estaba en este estado del pecado original y después, tras la redención de Cristo, es posible recuperarla mediante el Camino de Purificación, despojándome de todo aquello que Dios no haya puesto en mi.
Pecado. Todo pensamiento, palabra, obra u omisión contraria a la voluntad y al orden de Dios. A su vez nos conduce a un estado pecaminoso (de inclinación al pecado) que afecta negativamente a nuestro conocimiento y nuestra conciencia, a nuestras opciones y decisiones, perdiendo casi por completo nuestra capacidad de amar.
Pecado original. Primer pecado cometido por Adán y Eva, el primer hombre y la primera mujer que vivían en comunión, tras ser tentados por el Demonio. Consistió en comer el fruto prohibido del árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, desobedeciendo el mandato divino. Entre las consecuencias de ese pecado, que Dios no quería para ellos, está la aparición de la concupiscencia, un estado pecaminoso hereditario, en el corazón de todo individuo del género humano; una ruptura interior entre el cuerpo y el alma, dejando el cuerpo de sacar su fuerza del Espíritu Santo, que ya no habita en el ser humano al perder el estado de gracia.
Pudor. Tras el pecado original, es la vergüenza (inmanente, sexual y relativa al «otro») que siente la persona humana de su propio cuerpo sexuado siempre en relación al «otro», a la persona del otro sexo, pero también indirectamente en relación a Dios, porque su propio cuerpo es foco de concupiscencia que lo limita (o animaliza) a nivel cósmico, y ya no me sirve para relacionarme con el otro. Esa primera vergüenza cósmica, que existía pero nunca había sido experimentada por el ser humano, cuando aparece da lugar a una vergüenza que siente la humanidad de sí misma; el origen es el pecado, ese desorden interior que experimentamos justo ahí donde éramos imagen de Dios (doblemente, en el yo «personal» -soy persona- y en el «yo interpersonal» -estoy llamado a ser comunión de personas hombre-mujer-). Es una vergüenza del sexo corporal, siempre en relación a la otra persona y a Dios: se me hace difícil ver mi humanidad en mi propio cuerpo, recíprocamente nos ocultamos el signo visible de nuestra sexualidad. El mismo cuerpo que me elevaba a imagen de Dios, ahora me humilla, empujando en una dirección diferente a la de mi alma. Esta vergüenza da una agudeza cognoscitiva que, volviéndose ya miedo, nos hace temer la muerte física y la pérdida (ética y moral) de mi valor y dignidad, que puede ocurrir si mi espíritu no logra someter a mi cuerpo. Tras el pecado original, un primer impulso nos hace sentir que mi cuerpo ya no está por encima del de los animales, y mi sexo está «roto», ya no siento a través de él la llamada unirme con el otro en comunión de personas. El pudor surge y se desarrolla en el corazón humano a la vez que la concupiscencia. Tras la aparición del pudor, el ser humano cierra su corazón a lo que viene de Dios Padre y se abre a lo que procede del mundo; de hecho el pudor no es tanto del cuerpo, que no es el problema, sino del cuerpo a causa de la concupiscencia. El pudor por un lado deja claro que el valor del cuerpo está amenazado, pero por otro lo protege interiormente, pues al surgir junto a la concupiscencia, podemos y debemos apelar al pudor cuando la concupiscencia amenace dicho valor.
Sexo. El ser humano es hombre o mujer. El sexo es inseparable de su realidad corporal. Al ser la sexualidad signo de la llamada a la comunión entre el hombre y la mujer, y por tanto imagen de Dios (comunidad de tres personas), es justo allí donde, tras el pecado original, más se evidencia el desequilibrio en la persona humana, esa ruptura entre el cuerpo y el alma ocasionada por nuestra concupiscencia.
Soledad originaria. Es la experiencia en la que nos preguntamos «¿quien soy yo?». No soy Dios, soy criatura pero estoy por encima de las criaturas, porque un animal no es un ser personal ni tiene atributos divinos como yo.
Unidad originaria. Es la experiencia en la que nos preguntamos «¿para qué estoy aquí?». La respuesta es para hacerme UNO con el otro, para vivir esa comunión de personas, a imagen de Dios que también es comunión de personas (Padre, Hijo y Espíritu Santo) y nada más.